Crónica de un surf trip entre islas remotas y silencio absoluto en Indonesia
Siempre pensé que el surf era empuje, progreso, evolución. Surfear significaba mejorar maniobras, conseguir mejores olas, comprar tablas nuevas, ganar confianza. Vivía pendiente del forecast, los likes, los clips. Hasta que me subí a un barco en el norte de Sumatra con cinco desconocidos, una mochila, y tres tablas atadas con sogas a la cubierta de madera. Ese viaje me cambió para siempre.
Lo encontré por casualidad, en un cartel medio despegado de un warung en Canggu. “Boat trip 7 días. Olas perfectas. Islas sin nombre.” Me sonó exagerado. Pero algo en esa frase —la idea de alejarme, de ir más allá del mapa— me llamó. Dos semanas después estaba a bordo, navegando entre atolones verdes, cruzando canales azules, desconectado de todo salvo del viento y del mar.
Los días empezaban antes del sol. Me despertaba con el ronroneo del generador y el olor a café negro saliendo de la cocina improvisada del barco. Afuera, la escena era siempre la misma y siempre distinta: una línea de olas perfectas rompiendo sobre un reef transparente, sin nadie más alrededor. La mayoría de las veces, ni siquiera sabíamos el nombre del spot. Solo lo mirábamos, sonreíamos y remábamos hacia él.
Las sesiones duraban horas. No había prisa, no había plan. Las olas no eran masivas ni técnicas: eran limpias, largas, precisas. Y lo mejor de todo era el silencio. Surfear ahí no era una competición ni una performance, era simplemente estar. Había algo profundo en ese no hacer. Me sorprendía a mí mismo mirando al horizonte, esperando la siguiente serie sin pensar en nada. No había cámaras. No había presión. Era solo yo, mi tabla y el mar. Como debería ser siempre.
Por las tardes, pescábamos. A veces buceábamos entre corales fluorescentes. Leíamos. Dormíamos en cubierta. Las charlas eran cortas pero sinceras. Un australiano que había dejado su oficina hacía años. Un francés que vivía en su furgoneta. Una chica de Nueva Zelanda que escribía poemas y surfeaba como si bailara. Yo escuchaba más de lo que hablaba. Me hacía bien no tener que explicar nada.
Una noche, después de una tormenta breve, el cielo se abrió como un teatro. Estrellas por millones. El mar estaba tan quieto que parecía un espejo. Me acosté en la proa, envuelto en una toalla húmeda, y me sentí completamente pequeño, pero no insignificante. Como si por primera vez en mucho tiempo, no necesitara hacer nada para pertenecer. Como si el surf —ese surf que tantas veces había confundido con ego, con identidad— se volviera algo más esencial: una forma de silencio, de conexión.
Volver fue raro. El ruido, el tráfico, el wifi. Pero algo se había quedado conmigo. Ya no busco la ola más grande, ni la foto más perfecta. Ahora, cuando entro al agua, busco el silencio. Busco estar. Busco algo que no siempre se ve desde afuera. Porque entendí que a veces hay que alejarse mucho para encontrarse cerca. Y que las mejores olas no son siempre las más perfectas, sino las que te enseñan algo sobre vos mismo.