Llegué a Gerupuk casi por casualidad. Alguien en Canggu me lo había mencionado con entusiasmo, diciendo que era perfecto para surfistas como yo: ni muy novatos ni demasiado atrevidos. Tomé un ferry a Lombok sin esperar mucho, con ganas de cambiar el ritmo y dejar atrás el caos amable de Bali.
Desde el primer momento, supe que estaba en otro mundo. El pueblo era pequeño, silencioso, rodeado de colinas verdes y una bahía inmensa que reflejaba el cielo como un espejo. No había bares ruidosos, ni tiendas de moda. Solo motos, gallinas, niños saludando con sonrisas enormes y un muelle de madera que parecía flotar sobre la calma.
Mi primer día de surf fue a las seis de la mañana. Me despertó el sonido del motor de una barca. Afuera, el cielo todavía era azul oscuro, y el aire tenía ese frío húmedo que solo se siente junto al mar. Caminé hasta el muelle con la tabla bajo el brazo, me subí al bote con otros tres surfistas y comenzamos a alejarnos lentamente de la costa.
El mar estaba completamente plano, sin viento. La barca cortaba el agua como si no hubiera resistencia. Todos íbamos en silencio, mirando hacia el horizonte. Era una especie de meditación colectiva antes del primer take off.
Elegimos surfear en Inside Gerupuk. La ola era perfecta para lo que yo necesitaba: larga, suave, amable. Remé sin apuro, sintiendo la energía del agua debajo mío, y cuando llegó la ola correcta, simplemente me dejé llevar. Fue una ola sencilla, sin tubo, sin maniobras radicales. Pero fue mía. Y por unos segundos, lo fue todo.
Después de surfear, volvimos al muelle. El sol ya estaba alto, y el pueblo había comenzado a moverse. Caminé descalzo hasta un pequeño warung frente al mar, donde una señora me sirvió un café fuerte y una banana pancake que sabía mejor que cualquier desayuno de hotel. Me senté ahí, mirando la bahía, viendo entrar y salir las barcas, escuchando las conversaciones de los locales como si fueran parte del paisaje sonoro.
Pasé varios días en Gerupuk. Todos parecidos y todos distintos. Surf por la mañana, descanso por la tarde, paseos por los caminos de tierra, alguna cervecita al atardecer mirando el cielo volverse naranja. Conocí gente que había llegado por unos días y llevaba años viviendo ahí. Y entendí por qué.
Gerupuk no es un lugar para ir a buscar la ola de tu vida. Es un lugar para encontrar algo más difícil: paz, ritmo, y una conexión suave con el mar. No hay prisa, no hay competencia. Solo vos, tu tabla, y la oportunidad de surfear tranquilo, rodeado de naturaleza y sonrisas sinceras.
Cuando me fui, lo hice sin apuro. Como si el mismo lugar me hubiera enseñado a moverme más lento. No sé si volveré pronto. Pero una parte de mí, definitivamente, se quedó ahí.